En el Instituto de Investigación sobre la Felicidad luchamos cada día contra una tendencia que entorpece nuestras medidas: la gente no quiere decirnos la verdad sobre su infelicidad. Esto hace que nuestras estadísticas muestren empresas y países mucho más felices de lo que en realidad son las personas que los componen.
Pregunte a quien tiene a su lado cómo está, y la respuesta será casi invariablemente “bien”, aunque no sea cierto. Solo cuando hay suficiente confianza, y no siempre, algunos son capaces de entrar en detalles sobre su estrés o sus problemas de pareja. En todas las charlas a las que somos invitados encontramos este silencio cuando pedimos que levanten la mano los que están por debajo del cinco en una escala de cero al diez, a pesar de que nuestras encuestas anónimas dicen que siempre, invariablemente, hay un porcentaje de gente que apunta cuatro o menos.
¿Por qué nos cuesta reconocer que no nos va tan bien como aparentamos? No lo sabemos, aunque sí sabemos que no ocurre con todas las emociones por igual. Ningún paciente ocultaría un dolor de cabeza por miedo a parecer un perdedor frente al doctor, ni ocultaría su cabreo ante una injusticia por mucho que la ira no sea una emoción agradable. De alguna manera pensamos que ese mal estar no es responsabilidad nuestra, no nos define. Sí ocultamos esos kilos de más debajo de camisas holgadas, y tratamos de evitar hablar sobre nuestros complejos. Sí nos cuesta reconocer que las cosas con nuestra pareja no van tan bien, especialmente cuando la pareja que tenemos enfrente parece estar de maravilla. Y por desgracia aún nos cuesta reconocer que tenemos depresión, ansiedad u otros trastornos mentales, como si fueran motivo de vergüenza.
Esto tiene efectos importantes cuando comparamos la felicidad de las naciones. Miles de ciudadanos en Corea del Sur, por ejemplo, nos dicen cada año que están insatisfechos con sus vidas. Aquí tenemos un país referente en crecimiento económico, con un índice muy bajo de consumo de antidepresivos, y sin embargo, una tasa muy alta de infelicidad y suicidios. Estos datos hacen aflorar una realidad oculta; que la gente es infeliz, aunque no lo diga, aunque no busque ayuda. El trabajo que se impone para mejorar la vida de tantos ciudadanos en este país requiere algo más complicado que aumentar la inversión en políticas de empleo y productividad; fomentar una cultura en la que la infelicidad, la depresión o el suicidio no sean tabú.
“Si el objetivo de la sanidad es mantener nuestros cuerpos vivos, entonces las tasas de supervivencia deberían ser todo lo que necesitamos para justificar nuestras inversiones. Si el objetivo es que vivamos bien, entonces tenemos que empezar a preguntar a la gente por lo que de verdad importa en la vida, y añadir sus respuestas a nuestros balances”.
En el Instituto de la Felicidad de uno de los países más felices del mundo queremos lanzar la primera piedra; nosotros tampoco somos felices. Más o menos la mitad de nosotros ha tenido que recibir ayuda psicológica en algún momento de nuestras vidas; lo sabemos, porque lo hablamos. Y lo hablamos porque sabemos que es importante para normalizar la infelicidad. Estar mal es parte inherente a estar vivo; nuestros datos arrojan este mismo resultado una y otra vez. Si estuviéramos siempre bien, no tendríamos razones para levantarnos del sofá; el hambre, la soledad, el aburrimiento, la infelicidad son emociones necesarias, que nos llevan a buscar comida, a buscar compañía, o no estancarnos en la apatía mientras otros se hacen con los recursos. Lo que nuestra investigación indica es que probablemente nuestro cerebro no esté hecho para ser feliz, sino para sobrevivir.
Por eso tenemos que hacer un esfuerzo como sociedad, para revertir esta tendencia natural. Nadie esperaría que cada niño tuviera que descubrir a solas el Teorema de Pitágoras o las Leyes de Newton. Sin embargo, sí se espera de nosotros que aprendamos a lidiar desde cero con nuestras rupturas y despidos, a pesar de que todas y cada una de las generaciones que nos preceden han tenido que lidiar con los mismos sentimientos que nosotros, una y otra vez. El resultado es que vivimos conscientes a cada minuto de nuestros problemas, mientras fuera solo vemos las vidas perfectas que los demás nos dejan ver, una diferencia que nos hace creer que somos los únicos que estamos mal, y que nos cerremos aún más en nuestros problemas.
En el Instituto sabemos que no se puede cambiar una cultura de la noche a la mañana. Pero se puede hacer paso a paso, gradualmente.
El primer paso es reconocer que hay un problema. Por suerte, muchos ciudadanos en Corea del Sur ya se han dado cuenta de esto, y se han convertido en la nacionalidad más habitual entre los visitantes de nuestro Instituto.
El segundo paso es preguntar a la gente cómo está. Desde hace dos años, nosotros hacemos esto con más de 100.000 pacientes de psoriasis alrededor del mundo y las respuestas indican que el sistema nunca les había preguntado. El 48% de los pacientes de nuestro estudio dijo sentir que sus doctores no entendían el impacto emocional que la enfermedad tenía en sus vidas; los que decían esto, además, eran un 23% más infelices. Por esta falta de incomprensión más de la mitad dejaron sus tratamientos.
El tercer paso es actuar. Detrás de estos números hay miles de pacientes que viven acomplejados por su enfermedad, y miles de doctores y enfermeros que no han sabido darles apoyo en un momento vulnerable de sus vidas. Como hijo de enfermero sé que la razón de estos malos resultados no es una falta de interés por parte de los trabajadores sanitarios. Es obvio que ellos también quieren lo mejor para sus pacientes. Aún recuerdo los días en que mi padre volvía triste del trabajo porque un paciente de mi edad había muerto, y él había empatizado, quizás demasiado, con el dolor de sus padres. Probablemente en algún momento él también falló al atender las necesidades emocionales de algún enfermo; pero si fue así, no fue por falta de empatía, sino de información. No puedo pasar sin hablar en este punto de la importante labor que hace en este aspecto la página web del hospital de Albacete, www.chospab.es, aportando la información que muchos pacientes necesitan para reducir la incertidumbre sobre sus enfermedades, y quizás más importante, para hacerles ver que no están solos con sus problemas. El único autor de esa página es el mismo enfermero del que he hablado unas líneas más arriba, Virgilio Cencerrado Redondo, mi padre.
Si el objetivo de la sanidad es mantener nuestros cuerpos vivos, entonces las tasas de supervivencia deberían ser todo lo que necesitamos para justificar nuestras inversiones. Si el objetivo es que vivamos bien el tiempo que estemos aquí, entonces tenemos que empezar a preguntar a la gente por lo que de verdad importa en la vida, y añadir sus respuestas a nuestros balances de costes y beneficios.
Si queréis saber más sobre nuestro trabajo en el Instituto de la Felicidad, os invito a visitar nuestra página, happinessresearchinstitute.com, donde podéis descargar nuestro Informe sobre la Felicidad en pacientes de Psoriasis, y otras muchas investigaciones. También podéis agregarnos en Twitter o Facebook, donde publicamos encuestas cada mes, para entender mejor cómo os sentís y porqué.