Opinión

Hada y Madrina

Artículo escrito Carmen Guaita, maestra y escritora.

26 septiembre 2014 / Número 3 2 minutos de lectura

La madurez es un momento en el cual se contempla la vida como desde una cima: podemos contarnos el pasado y todavía queda en pie mucho futuro. Es emocionante revivir, desde esa cima, todos los capítulos que hemos guardado en la memoria con la etiqueta “de mi vida”: el amor de mi vida, las vacaciones de mi vida, el día más feliz o el más triste de mi vida. En ese almacén de absolutos está, por supuesto, viva y sonriente en el recuerdo, la enfermera de mi vida.

En mi caso, son dos enfermeras y responden a los nombres de Hada y Madrina. No recuerdo sus nombres reales, que tal vez eran Marina y Ana, pero a ellas las veo como si estuvieran hoy a mi lado.

Me encontré con Hada en un hospital público en el que yo estaba ingresada a consecuencia de una complicación grave. Me había empeñado en conseguir un sueño y mi cuerpo, rebelde, no respondía. Ya convaleciente pero muy desanimada, esperaba cada mañana a Hada, que saludaba a los pacientes como si nos regara de alegría. Gracias a ella se reflejaba en mí la primera sonrisa. Muy pronto comprendí que Hada, mientras me curaba, me observaba también. Y un buen día me preparó una sorpresa. Acababan de servir el desayuno y ella, como quien no quiere la cosa, sustituyó el Zumosol por un enorme vaso de zumo de naranja natural.

-No le cuentes a nadie esta travesura que he hecho, Carmen, pero bébetelo. Está recién exprimido.

-Gracias. ¿Por qué me lo has traído?

-Para que te acuerdes de que quieres vivir. Me dejó sin palabras. Yo quería vivir, sí. Hada, con su zumo de naranja, despertó de nuevo a la muchacha joven que yo era, me permitió olvidar el sueño que no se cumplía y me dijo: la vida puede ser dulce, solo tienes que comprenderla.

Mi sueño se cumplió un año después, se volvió a cumplir de nuevo un poco más tarde y ya, a estas alturas, ambos han terminado las carreras.

Madrina era enfermera escolar. Cuando llegué a mi primer destino como maestra, encontré a un chiquillo con epilepsia al que debía administrar diariamente una medicación en doce gotas exactas. Creí que la dificultad me superaría, pero no había contado con que Madrina prestaba servicio en el centro. Era atenta, eficaz, inteligente, educadora, una verdadera maestra. Hicimos muy buenas migas y lamento no saber nada de ella. Tal vez lea esta revista.

Nuestra vida está llena de enfermeras. Cuando el cuerpo nos recuerda lo cerca que estamos de cualquier otro ser finito, ellas no solamente nos curan. Las enfermeras nos devuelven de nuevo la dignidad, nos personifican.

“Las enfermeras no sólo nos curan, nos devuelven la dignidad, nos personifican”. 

Etiquetas: valores enfermeros