El calor de la arena bañada por el sol. El sonido de las olas del mar al romper en la orilla. Una bocina de niebla que silba a los lejos, proveniente de un barco cargado de pasajeros dispuestos a recorrer y conocer el mundo. Su parada puede ser, quizá, República Dominicana. O algún otro rincón del Mar Caribe, La Antártida…quién sabe. Desde la toalla extendida en la playa podemos imaginar la vida que transita en ese buque, incluso en las personas que trabajan para que ese ocioso viaje sea posible. Pero, sed honestos, queridos lectores: si os preguntase de qué profesiones hablo, muy probablemente, nadie diría «enfermera». Y es curioso porque, en cada número de esta revista, demostramos que la enfermería está presente en casi tantos espacios como nuestra cabeza alcance a suponer, pero el imaginario colectivo persiste en vincular la profesión a los ámbitos más obvios: centros de salud, hospitales… como mucho, universidades o laboratorios.
Sin embargo, en ese barco que oteamos al horizonte, podría estar Natalia (nos pide omitir sus apellidos, y así haremos a lo largo del reportaje). Ella estudió enfermería en la Universidad de Alcalá de Henares y, como muchas compañeras, se preparó para hacer el eir. Sacó la plaza ese mismo año, y se marchó a hacer la residencia de enfermería Familiar y Comunitaria a Castellón. Todo parecía marcar un rumbo f ijo y predecible – expresión que, en esta historia, nos queda que ni pintada-, pero la vida le tenía preparado un giro de guion. «Conocí a una compañera que venía de un contrato trabajando en un barco. Traía un álbum de fotos, y empezó a enseñar cómo le había ido durante seis meses por Australia siendo enfermera de cruceros. A mí eso me marcó; viajar siempre ha sido una de mis pasiones». Pero Natalia esperó. Siguió con su residencia y, al acabar la especialidad, siguió trabajando, esta vez en Urgencias. Todo tenía un sentido que se basaba en esa «bombillita» que se le encendió dentro, y es que «para ser enfermera de cruceros, piden dos o tres años de experiencia en Urgencias o en algún servicio tipo UCI». Cuando alcanzó ese tiempo, se lanzó. Era el verano de 2015 cuando se puso a actualizar su currículum y a redactar su carta de presentación, todo en inglés. «En noviembre de ese año, me embarqué y comenzó mi aventura», cuenta, aún, emocionada.
Trabajamos mucho, no solo atendemos ‘cortecitos’. Yo he hecho transfusiones de sangre de gente con hemorragias digestivas, hemos rescatado a náufragos que llevaban varios días a la deriva… y si la situación es incontrolable y se puede, recurrimos al desembarque
Su primer contrato fue de seis meses, como el de su compañera referente. «En principio, solo iba a ser una experiencia aislada», pero cuando volvió a tierra comprendió que ese no era su lugar. «Era muy joven, no podía contemplar la idea de quedarme en un sitio fijo, me faltaba mundo… así que me embarqué otros seis meses, en el mismo barco, pero con otra ruta». Ese segundo viaje fue el más revelador. «Ahí me di cuenta de que eso era lo que realmente me gustaba», aunque reconoce que el barco no ha sido su único ‘amor’ en la enfermería. «No quise encaminarme solo a los cruceros porque no quería perder la conexión con la realidad y con el mundo en tierra», por eso «lo que hacía era coger un contrato a bordo, volver, trabajar determinados meses y, si salía algún contrato que me gustase, volverme a embarcar». Sonríe cuando dice que, cuando aceptaba, siempre pensaba que sería el último, entre otras cosas porque no tiene pudor en ser honesta: «es muy difícil compaginarlo con una vida familiar». Pero siempre surgían nuevos retos que le hacían dar el «sí», al menos, durante nueve años de su vida.
Pequeñas bombas de relojería
«El trabajo a bordo es muy completo. Hay una parte de Atención Primaria -a lo mejor tienes a 6.000 pasajeros más la tripulación-, donde hacemos analíticas, controles… hay que pensar que hay personas que están ocho o diez meses a bordo», recuerda: «nosotras somos su principal contacto con la sanidad».
«También está la parte de urgencias», incide, porque un transatlántico de estas características no deja de ser una ciudad flotante en la que puede pasar -y pasa- de todo. «Hay ambiente festivo, vacacional, alcohol, personas con patologías crónicas que se olvidan de la medicación, aficionados a tomar el sol más de la cuenta, diabéticos que se descompensan muchísimo…». Esto último, de lo más habitual. «Los cruceros son pequeñas bombas de relojería», asegura. Sin olvidar los accidentes. «Quitando los de tráfico, tenemos de todo tipo», bromea.
La Antártida, Australia, Hawái y la Polinesia Francesa son los destinos más top en los que he estado. Tengo una cuenta pendiente con Asia. En 2020, estuve a punto, pero el covid me cambió los planes: estuve ocho meses navegando sin parar, sin poder pisar tierra, en medio de la nada
Para afrontar la situación, «a bordo tenemos una clínica muy completa, donde podemos hacer rayos x, tenemos varias salas de hospitalización, una uci, morgue… y con el covid hemos empezado a tener dos uci, una verde y una contaminada». Natalia reafirma que «trabajamos mucho» y que, lejos de lo que se pueda creer, «no solo atendemos cortecitos». Su experiencia lo corrobora: «yo he hecho transfusiones de sangre de gente con hemorragias digestivas, hemos rescatado a náufragos que llevaban varios días a la deriva…». Si la situación es incontrolable, se recurre al desembarque, bien por tierra, en bote o por aire -todos los barcos tienen un helipuerto-, aunque hay travesías que no permiten esta opción porque están «en medio del océano». En ese caso, explica Natalia, «hay que estabilizar al paciente y mantenerlo hasta llegar a tierra». Momentos críticos que ponen al equipo a prueba, pero que demuestran, a su vez, un alto nivel de competencia. Igual ocurre con los suicidios, que también se dan en el mar. «Por desgracia, normalmente es imposible rescatar esos cuerpos; en esos casos, nuestra labor como enfermeras es atender a los familiares».
Medio mundo a través del mar
El número de enfermeras a bordo «depende del tamaño de la embarcación», que se amplía o reduce de forma proporcional. Bien lo sabe Natalia, que ha visitado más de 60 países y ha surcado los mares dentro del barco -por aquel entonces- más grande del mundo (reservamos su nombre por petición de la entrevistada). «Lo que más me conozco es la zona de El Caribe, que es donde se concentran la mayoría de los cruceros». La Antártida, Australia, Hawái y la Polinesia Francesa son los destinos «más top en los que he estado». Tiene una cuenta pendiente con la zona de Asia. «En mayo de 2020, estuve a punto, pero el covid me cambió los planes: estuve ocho meses navegando sin parar, sin poder pisar tierra, en medio de la nada. Los barcos no se podían amarrar y dejar que se atrofiasen. Así que imagínate, un barco con capacidad para 6 mil personas en el que solo estábamos 80 como personal indispensable», recuerda.
La vida en el barco es fascinante, pero no es sencilla. La desconexión total es casi imposible. «La clínica tiene unos horarios de atención para consultas programadas, pero durante las 24 horas estamos disponibles para cualquier urgencia». A eso se suma la distancia y echar de menos, pese a que «no dejas de tener una pequeña familia a bordo; tus compañeros y tú estáis todos en la misma situación y nunca tienes sensación de soledad». Aun así, incide, «te pierdes Navidades, cumpleaños, estar al lado de un familiar enfermo… es importante saber por qué lo haces y estar segura de que te compensa», advierte, aunque Natalia ha tenido suerte y ha podido estar bien acompañada más de una vez. «Recuerdo un verano con mi hermana en El Caribe…». No nos cuenta más, pero sonríe al acordarse. Interpretamos que fue un viaje inolvidable.
Su último destino ha sido Nueva York, «algo imprevisto, me llamó un compañero para cubrir una vacante». Desde la pandemia, no coge contratos muy largos. Su cuerpo le pide estabilidad, aprovechar su actual puesto en Atención Primaria, aunque nos atrevemos a predecir que el canto de sirenas volverá a alcanzarla.