Soy Lola, una enfermera de las que la jubilación sorprendió a los 56 años por una enfermedad nada conocida y de la que por entonces se miraba con bastante recelo. Pero no es de esto de lo que quiero hablaros sino de algo tan hermoso, que lo llevaré guardado en mi equipaje como uno de los mejores recuerdos de mi profesión.
Subí a pinchar a la planta de oncología. Había un ingreso y se iniciaba el protocolo. Me sorprendió lo pequeña que era (6 meses), su carita blanca de azúcar y sus ojos azules. Se llamaba Maritina. Su madre permanecía sentada a su lado como una autómata y sus ojos me miraron con recelo.
En aquel primer encuentro recordé cuatro principios básicos que me han acompañado a lo largo de mi ejercicio profesional para el cuidado de los niños y su familia.
La Voz: debía procurar una máxima claridad en la dicción.
La Postura: todo nuestro cuerpo es algo significativo para la comunicación no verbal, cuidar la colocación de las manos, brazos, piernas…
El Gesto: con la expresividad y junto a un proceso previo de empatía la relación con los otros se hace más sencilla.
El Movimiento: debe ser de lo más cuidadoso, procurando no provocar ruidos innecesarios, ni confusión en la comunicación.
Todos estos elementos eran sin duda fundamentales para establecer con aquella niña y su madre un puntode vista racional, de conciencia y un punto de vista emocional, de vivencia. Estaba obligada a entenderles y a hacerme entender.
Pero… Aquellos días que Maritina permaneció con nosotros, su madre habló muy poco, y, sin embargo, su postura, sus gestos y sus movimientos fueron un ejemplo claro de su negación, desilusión, tristeza y dolor contenido. Su vivencia en el espacio de tiempo tan corto, en relación con otros niños oncológicos, me hizo prácticamente imposible esas relaciones humanas que caracterizan a las unidades de oncología pediátricas.
Ella había preparado para su ingreso en el hospital un equipaje incierto. Un viaje que desconocía. No sabía dónde pararía ni en qué estación del año. Por ello lo amontonó todo y lo dispuso sin orden.
Con el paso del tiempo y tras mucho pensar, llegué a la conclusión de cómo a ella le hubiese gustado colocar todo aquel equipaje para una infancia feliz de su primera hija. Vestidos de color rosa, lazos, juguetes, caricias y mucho amor incondicional. El caso de esta lactante me impactó de manera muy especial. En mi cabeza las ideas se agolparon en un proyecto de investigación:
“Cómo valoran los cuidados de enfermería los padres de los niños oncológicos fallecidos”, con el que colaboraron María Antonia y Catina, dos estudiantes de 3º de Enfermería de la escuela donde yo era profesora de la asignatura.
Un día de marzo de 1990, desde nuestra ciudad, viajamos a Madrid, María Antonia y yo, para asistir a la celebración de un premio como finalistas, que otorgaba la escuela de San Juan de Dios.
Fuimos premiadas con el segundo premio. Cuando subí a dar las gracias, yo no estaba allí, estaba con el recuerdo de todos aquellos niños, de sus padres, hermanos, abuelos… que habían hecho posible que nosotras fuésemos obsequiadas con aquel regalo tan excepcional.
Aquella noche cuando me fui a descansar de toda aquella emoción, recordé aquel encuentro donde sus ojos azules me sorprendieron.